miércoles, 21 de julio de 2010

Tristezas

Como una tormenta de verano, de repente, la conciencia se nubla y la tristeza toma el poder de facto. Quizá un gesto, un recuerdo imperceptible reconocido antes de pensarlo, una palabra desencadenante, un leve movimiento que rememora otros, un atisbo telepático de futuros horrendos, un sueño incomprensible, gesta la tristeza, que hasta ese instante, dormía inquieta en algún lugar oscuro de tu existencia…

Y la vida, que venia desarrollándose en un continuo, de antecedentes, hechos y consecuencias, se desmorona inconsistentemente, como decía, de repente.
Los planes ya no parecen tan correctos, los anhelos ya no parecen tan deseables, lo que está sucediendo en este momento ya no parece tan consistente. La tristeza diluye las certezas, convierte las creencias en dudosas interpretaciones, la sólida realidad de hace unos minutos tambalea y comienza a derretirse lenta y minuciosamente.

Las esperanzas son reemplazadas por cínicos pensamientos de incredulidad, miedo y descreimiento.
El poder se diluye y el miedo acelera el corazón, el pulso y la respiración. Las ganas de llorar, como una inundación súbita, suben por la garganta, y la razón, obnubilada, no alcanza a esgrimir sus argumentos.

Antes de entrar en pánico absoluto, rompes a llorar, y la tensión cede un poco. Ahora puedes, si puedes, pensar y volver las fuerzas oscuras a su lugar, reducirlas, comprimirlas, ponerlas en su recoveco.
Si no puedes, todo se vuelve triste, es decir, imposible, tremendo, costoso, increíble, improbable…
Si la tristeza continúa, se instalan también sus acompañantes: la queja, la intolerancia, el fastidio, el enojo, la culpa, el desasosiego, el malhumor, que van, juntos, carcomiendo las relaciones, la convivencia, como un tumor maligno que teje su red cada vez más densa, envenenando la vida, oscureciendo la realidad, entorpeciendo el transcurrir del tiempo a través de la parálisis y de la incapacidad de emprender la acción salvadora.

Las palabras se avinagran y ya no sirven de consuelo. Todo lo que podría estar mal, así es interpretado, todo falta, hasta la visión para ver los aspectos luminosos de las cosas: no se puede reconocer, ni valorar, ni darse cuenta de las riquezas, ya que es imposible examinar justicieramente la realidad.
El espacio amenaza, el tiempo cada vez transcurre más lento o más ligero, no importa, pues perdemos la conciencia de su transcurrir: en el oscuro agujero de la tristeza, el tiempo se detiene.

Si logramos salir, si un tenue rayo de luz nos tiende su mano salvadora, renacemos como de un naufragio: volvemos del infierno. O del purgatorio más bien.
Y nos decimos con firmeza que no volveremos a caer en la desesperanzada situación que acabamos de atravesar. Pero conservamos, intacto, el interruptor, que, enlazado a los cables de alimentación más profundos de la existencia, no han dejado de existir.
La tristeza ante el mundo, nos hace humanos.

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