miércoles, 7 de diciembre de 2011

Historias Mínimas: Alejo


2-Alejo

A las nueve de la noche, rodeado de la oscuridad azul de ese atardecer sin luna y del perfecto silencio roto por el cu-cu de algún búho invisible, sintió de repente todo el cansancio del día, el dolor en la espalda media, la cabeza como de corcho, y los párpados muy pesados. Era la hora de dormir, aunque el fuego todavía estaba bien prendido, y los pequeños trozos de algarrobo chirriaban de vez en cuando quejándose, en la galería del rancho. –Helará esta noche, quizás. Sintió frío, y una suave brisa le trajo el murmullo perfumado de la jarilla. Se pasó la mano por el pelo un poco áspero por el polvo fino, casi impalpable del campo que había recorrido al trotecito nomás, sólo acompañado por los ladridos gozosos del Pinto, su perro negro.

El catre crujió cuando se acostó, se arropó bien con las sábanas de hilo amarillento que había heredado de su madre, y la manta gruesa, pesada y colorida que había tejido al telar la Lucía. -¿dónde andará la Lucía ahora?, pensó un poco triste mientras recomponía su recuerdo en la memoria excepcionalmente libre esta noche fría de los últimos días del otoño. El búho volvió a sentirse más cerca y familiar ahora. Acurrucándose en el recuerdo de Lucía, se fue durmiendo de a poco, acunado por la brisa que movía armónicamente los chañares e imaginando el polvo nocturno levitando por ahí.

Todavía no salía el sol, cuando el gallo del Eulogio cantó: era su despertador. No le gustaba darle cuerda al reloj que había comprado en la terminal, la última vez que había tenido que ir a San Rafael, porque lo sobresaltaba. Sí le gustaba arrebujarse en las frazadas calentitas un ratito más mientras escuchaba su pequeño latir, que, en esta hora sonaba muy imponente en el silencio del amanecer, cuando ni los benteveos se habían despertado todavía.

Saltó de la cama bruscamente, se puso la bombacha de ayer y las alpargatas azules, la camisa a cuadros que le había regalado su madre, que no había podido dejar de usar, porque era suavecita y servía todo el año. Claro que ahora hacía mucho frío, hasta que el sol calentara, así que necesitó el pañuelo infaltable para el cuello, y el saco de lana grueso, un poco gris, un poco estirado, pero todavía  abrigadito. Avivó el fuego en el  fogón y agregó otros  tronquitos, y puso la pava negra al fuego para que se calentara mientras salía al baño que estaba detrás de la casa, hacia el sur.

La brisa se había convertido en viento, y había cambiado de dirección, así que ahora no estaba tan frío como había creído, y seguramente se iba a poner caluroso a la siesta. El polvo volaba por sobre las jarillas, y el horizonte cercano del lago apenas se recortaba sobre las montañas lejanas, cubierto por la sutil cortina transparente hecha de polvo y pelusas voladoras. –Tendré que buscar a los chivos  y traerlos al corral antes que se ponga peor - pensó. Llamó al Pinto, porque le extrañó que no hubiera aparecido todavía. Silbó varias veces, pero nada.  Se quedó escuchando por sobre el fondo creado por el viento moviendo los arbustos y arrastrando las hojas, la tierra y las semillas. Nada. Sólo la algarabía de algunos pájaros marrones que no se acordaba como se llamaban, que pasaban en bandada de acá para allá, como jugando.

Entró al rancho, se preparó el mate y prendió la radio, a ver si decía algo del tiempo. Escuchó los  ofrecimientos laborales, la Telesita, y luego, el pronóstico del tiempo, después de una música solemne. Empeoraría, así que no le quedaba otra que buscar los chivos. Tomó dos o tres amargos y unas rodajas del pan casero que ya no estaba tan crujiente como ayer. -¡con esta sequía! Y volvió a salir. Prendió su parisienne de la mañana, con gran trabajo porque su encendedor ordinario ya casi no tenía piedra y no hacía chispa, y saboreó el acre humo antes de ensillar el tordillo. Y el Pinto no aparecía.

Fue un poco más rápido ahora, al galope corto, por la huella que subía hasta el segundo corral donde los animales pastaban mejor, y tenían mejor agua. Iba tranquilo, tarareando la zamba del Atahualpa que tanto le gustaba. Tranquilo, porque nada nuevo  podía sorprenderlo con su cancha para montar, cabalgar y arrear a los animales.  Alejo era un verdadero baqueano. Se sentía seguro en ese trabajo. Pero que no le dijeran que fuera al pueblo a hacer trámites: -¡Eso sí que le generaba angustia! Allá se sentía sapo de otro pozo, sentía las miradas sobre su ropa, sobre sus alpargatas, y eso que se ponía las mejores, las que no estaban bigotudas para salir, y sobre todo, se sentía raro con su sombrero negro, el que usaba desde que tenía diecisiete. Y ni qué decir de esperar en la sala de espera del abogado ése que estaba tramitando su escritura: hasta le daba por tartamudear cuando se encontraba frente a la secretaria rubia, de uñas largas pintadas rojas, perfumada y muy seria, que lo anunciaba al doctor y le decía que tenía que esperar.

Se encogió de hombros desechando esos recuerdos estúpidos que no sabía por qué irrumpían de repente en su atención distraída. Aspiró con fruición el aire todavía fresco de la mañana, y oloroso a polvo perfumado de tomillo  y menta. El viento soplaba con oleadas desparejas. Parecía que paraba, pero no, volvía a intervalos irregulares. Se fue acostumbrando a su compañía. Aunque tuvo que ajustarse el sombrero y el pañuelo que amenazaban con volarse en cualquier momento.  Antes de darse cuenta, el segundo corral estaba delante suyo. Era muy temprano todavía, así que se acercó al arroyo para hacer un fueguito y tomarse unos mates.  Se sentó en la piedra grande que le servía de asiento al lado del fuego, y esperó que la pava negrita y chiquita que llevaba cuando salía al campo, le calentara el agua del arroyo, pura y fría. Le gustaba juntar el agua de la pequeña corriente transparente que bajaba del cerro formando una alfombra verde oscura y muy acolchada en su recorrido. A lo lejos, los jotes revoloteaban sobre algún bicho muerto, siempre en círculos, subiendo y bajando, sin dejar las órbitas circulares hasta que bajaban a la presa, y cuando lo hacían formaban una fúnebre algarabía contrastante con el majestuoso silencio del paisaje montañoso y árido.

Se entretuvo mirando las coreografías espontáneas de las hojas llevadas por el viento, las trayectorias de los jotes, algún cóndor que aparecía una vez por sobre los picos más altos, y desaparecía por un buen rato, y su respiración concentrada para no dar lugar a pensamientos inconvenientes.
Así como las cenizas del Descabezado estaban sepultadas a un metro, así su pasado debía sepultarse con las acciones de cada día, para disfrutar de su solitaria vida tranquila. Con  pachorra campesina y prolija, limpió el mate, tiró el agua que sobró, y apagó cuidadosamente las brasas, todavía  prendidas. Después, con la sabia parsimonia lograda por la repetición del trabajo, y la corrección de tantos errores, montó a Tornasol, y abrió el corral guiando a los chivos al otro corral cerca del rancho. Con sus pequeños gritos controlados, fue llevando a los chivos por la huella. Ni uno se le fue del montón. Entre todos formaban un extraño coro al principio, pero enseguida Alejo se acostumbraba a su familiar compañía.

Cuando llegó de vuelta, el Pinto lo recibió ladrando y moviendo la cola, contento de ver a su dueño. Una vez que encerró los animales en el corral, de piedra caliza gris, sin argamasa, como los hacían los antiguos habitantes, cerró la tranquera y se aseguró que tuvieran agua suficiente. Guardó a Tornasol bajo el techo de paja, lo lavó, alimentó y habló con él, su más fiel acompañante,  y cuando terminó, ya podía descansar del trajín. Alimentó a Pinto y pensó que sería una buena idea hacerse un asadito en el fogón, porque todavía  no había parado el viento, aunque podía comerlo en la galería, así escuchaba todo el susurro compañero de la noche del puesto que desde hacía veinticinco años, ocupaba.





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