domingo, 25 de diciembre de 2011

VIAJE DE IDA



A la memoria de todos los que creyeron que este camino era fácil…

Tal vez te dejaron sola en el supermecado.
O tuviste miedo en la noche y nadie te abrazó.
Quizá nunca nadie te dijo que no te preocuparas,
Cuando tuviste miedo de algo o de alguien.
Quizá estabas sola en la calle cuando  oscureció de repente.
Quizá evaluaste  mal el entorno.
Quizá fuiste demasiado exigente con la sociedad,
Con la escuela, con tu familia, con tus amigos.
Quizá no viste salida, y te desesperaste.
Quizá consideraste que nada tenía sentido.
Quizá te sentiste demasiado pequeña ante el mundo.
O puede ser que no viste que la luz volvería en un rato.
Fuiste bajando la escalera de a poco…
Creyendo que en cualquier momento podías subirla.
Pero una vez abajo, todo estaba aún más y más oscuro,
Y húmedo, y maloliente, y necesitaste olvidar,
Necesitaste dormir a cualquier costa,
Necesitaste más para poder levantarte
Cuando estabas tan pesada y oscura,
Pesada y oscura, pesada y oscura….
Ya casi no pudiste abrir los ojos.
Y te fuiste hundiendo en la nada
Profunda y oscura, profunda y oscura.
Cuando la luz se prendió de nuevo,
Ya no pudiste abrir los ojos. Ya no pudiste levantarte.
Estabas más allá de las expectativas,
De los errores, de la atención primaria,
De los que hubieran podido ayudarte,
De los que te tendieron una mano,
De los que te pudieron amar,
Y en plena luz,  te fuiste.
Tan triste  como cuando decidiste bajar.
Igual de triste que cuando te rendiste.
Triste y profunda. Profunda y triste.
Cristina Vispo
Diciembre 2011.

CÍRCULO DE NIEBLA


Estoy parada justo en el centro
De un círculo perfecto,
De perfecta niebla.
Acá estoy. Soy lo que soy
Y sólo tengo mi bagaje
De enojo, desilusión y pena.
(Entre otras cosas, que aquí, no veo.)
Que no ayuda.
No ayuda.
A disipar la bruma
No sé si estoy segura dentro
De mi capillo traslúcido, casi opaco.
No sé.  A veces
Tengo ganas de salir y me doy ánimos a mí misma.
Después vuelvo a pensar todas las cosas, todas.
Todas las que puedo ver en mi ángulo visual.
Y me confundo en cuanto me muevo.
Cuando me muevo todo cambia de ubicación.
Y necesito empezar otra vez a configurar mi situación,
Volviendo al lugar de partida.
Que nunca es el mismo. Cambia .
Siempre cambia.
Y acá estoy :
Parada en el centro del círculo perfecto
de niebla perfecta.
De perfecta niebla.
Cristina Vispo.- Diciembre de 2011

miércoles, 7 de diciembre de 2011

Incoherencias



Después de todo no tengo nada.
Pues qué es el amor un suspiro
Un fuerte deseo un leve murmullo
Una vaga conciencia de otro
Cuando no está
Un irrefrenable deseo de quedarme
Una compañía ansiada
Nada de lo concreto ha cambiado nada
El día transcurre indiferente
Los trabajos se hacen o quedan inconclusos
Los méritos se reconocen a veces
Los ascensos responden al escalafón
Los cheques se cambian de mano
Se compran diversas cosas en el mercado
Autos, cds, microondas, freezers,
TV de plasma, viajes a Jamaica
La vida en la sociedad la cultura la gente
Las tarjetas de crédito  marcan la diferencia
La moto para el nene, la pc personal
Los capitales simbólicos, los  títulos respetables
El tratamiento deferente
El espíritu de cuerpo la ética profesional
El honor del deber cumplido
El perfeccionamiento contínuo
La responsabilidad de tomar decisiones
La vida que se ve se muestra  que aparece
No los universos imaginarios inexistentes inocentes
De los labios unidos las manos unidas los cuerpos unidos
La comunión de las voces los deseos los sentidos
Pues qué es el amor un suspiro.
1990

Historias mínimas: Nadya



3-Nadya

Todavía  estaba oscuro, debía ser muy temprano. No se sentía casi ningún ruido en la calle, sólo el camión basurero, con su andar corto, su poderoso ruido lejano del motor, y sus frenadas chirriantes, acompañado de los silbidos de los municipales naranjas que hacían el trabajo. Escuchó con atención, no se escuchaban pájaros: estarían todos en sus nidos. -¿Qué hora sería? Tampoco sonó la alarma del celular: debía ser demasiado temprano para levantarse.

Pero su cabeza, llena de pensamientos obsesivos, era como un reactor mínimo y veloz, que giraba, giraba, tan rápido, sin darle tregua, alimentado por los pensamientos que, desde hacía dos días, la acompañaban.
Todo,-¿Todo?, hasta hace unos días, parecía estar casi perfecto. Era curioso como nos adecuamos a una situación, como si fuera eterna, como si se proyectara en el tiempo igual, congelada y en perfecto estado de conservación.

Dio otras vueltas en la cama: -¡Si pudiera dormir un ratito más!. El ruidito del reloj a pilas pareció crecer y crecer, como si fuera un monstruo transparente, latiendo en la oscuridad del cuarto. Decidió levantarse., mientras repetía un mantram de relajación que le enseñaron en su clase de yoga. Om-Namah-Shivaia….Om-Namah-Shivaia…..pero…la tranquilidad esperada, tardaba en llegar. Dudó por un momento si vestirse, se sentía cansada, pero igual decidió darse una ducha para sacarse la sensación de angustia que la cubría como un abrigo. Abrió la ducha, y enseguida el vapor lo invadió todo: fue agradable perder la consistencia mientras el agua corría por su piel enjabonada formando pequeños arroyos de espuma ligera. Por un momento su cerebro se calmó, disfrutando la placentera sensación de confundirse en la corriente milimétrica del agua caliente.

Frente al placard abierto, sin estar del todo allí, eligió un conjunto elegante, quizá si se vestía bien y se arreglaba un poco, su ánimo se contagiará y mejorará un poco su día: otro día desde que….y van  uno tras otro día en que los pensamientos atacan sin piedad, en que es un esfuerzo levantarse, comer, ir al trabajo, hacer las cosas cotidianas, como si su vida fuera una continuidad automática.

Mientras ponía la pava a calentar para hacerse un té, sintió sonar la alarma desde el dormitorio. Se dio cuenta que ya era de día, y de pronto, tuvo conciencia de todos los ruidos que la rodeaban: todos los autos con sus bocinas estridentes, las frenadas de los colectivos que se alargan, se alargan  agudamente, hasta perderse. Y todos los pájaros que ya se despertaron y forman una especie de coro desafinado. De fondo, el murmullo de la gente de la calle. Mientras sus pensamientos se agolpan desordenados pugnando por la supremacía, no se había dado cuenta de los sutiles cambios del comienzo de ese día, tan parecido a todos los días  de los últimos tiempos, en que su destino cambió.

A veces se preguntaba si las cosas que le pasaban sucedían porque ella, con su forma de ser y de hacer, las ocasionaba, o simplemente sucedían, y ella reaccionaba como podía, con sus pocos recursos con que contaba en su pequeño mundo femenino, que ella había construido, ahora creía, de manera insegura.

Mientras repetía en forma monótona el mantram, se arregló el pelo desordenado, se pintó un poco los ojos con sombra marrón iridiscente, un poco de polvo de maquillaje, y brillo de labios: se miró a sí misma en el espejo a los ojos: esa mujer, con una opacidad entristecida en su iris, era ella. Un misterio del universo. Un pequeño mundo mínimo en el infinito universo a lo largo del tiempo.

Tomó el ascensor y golpeó dos veces la puerta para que cerrara. Apretó el número 0 y se miró distraídamente en el espejo. Se arregló los labios en que el brillo había sobrepasado sus límites. Sus pasos retumbaron en el hall estilo art Nouveau lleno de espejos. Salió a la calle y el ruido la recibió con sus invisibles brazos abarcativos. El sol la encegueció por un instante, pero los olores de la mañana le dieron un poco de brío a su maltrecha voluntad: tomaré un taxi y me iré de compras al Shopping, como aconsejan en la Cosmopolitan. ¡Qué tanto!, se dijo. Nunca falto al trabajo, y me distraigo un poco en un mundo de fantasía.

Apenas traspasó la puerta automática del centro de compras, le pareció entrar a otro mundo. Todo brillaba allí. Los pisos increíblemente limpios, a pesar de las multitudes. Las barandas de las escaleras, de bronce antiguo, relucían. Estaba en un pequeño mundo perfecto dentro del mundo complejo de la ciudad. Las plantas artificiales, verdes, verdes con manchas, verdes con flores en armonía de color, acompañaban el recorrido horizontal por los laberintos de galerías comerciales. La temperatura era agradable, el calor de afuera no  penetraba en esta burbuja climatizada. La música funcional, leve y sin grandes contrastes, enmarcaba las conversaciones, mientras otra música, más fuerte, escapaba un poco de los comercios de música. Aquí y allá, el ruidito leve y tranquilizador del agua, de las pequeñas cascadas de las fuentes, daba la sensación de que se estaba en casa.

Nadya se entretuvo oliendo fragancias importadas, revolviendo en las góndolas de ofertas de las primeras marcas, probándose sandalias cómodas y estrafalarias, y se entretuvo mucho más en la librería, hojeando tantos libros que querría leer si es que su cerebro volviera a funcionar.

Con todas sus bolsas coloridas de papel, se dio cuenta que no había comido nada desde anoche: sintió hambre. El aroma del café del bar de planta baja la invadía llamándola sensualmente: se sentó en una mesa al lado de la cascada artificial, rodeada de pequeñas voces que provenían del patio de juegos, en el que, tantos padres y madres, lidiaban con sus pequeños hijos que corrían de acá para allá, provocando miles de ruiditos electrónicos en las máquinas que activaban, y que contrastaban con los ruidos secos de los inflables golpeados una y otra vez.

Por un segundo experimentó la falsa sensación que producen los edulcorantes: semejar azúcar, sin serlo, pero no obstante, servía para saciar las ansias de dulzura que provenían  de su interior profundo. El café con un tostado fue un buen paliativo: saborear un  café es el éxtasis, pensó, acariciando este pensamiento sobre todos los otros intranquilizadores.

Ya la tarde estaba acabando, cuando se animó a salir del Shopping. A pesar de las bolsas, decidió caminar, por la peatonal, todavía muy concurrida, todavía  acaparada por los vendedores ambulantes, con sus productos coloridos y sus voces rítmicas de oferta. Se sintió acompañada. Caminó despacio saboreando lentamente la tarde, y el sol que se filtraba indirectamente en los edificios, coloreando apenas la copa de algunos árboles y el remate de los edificios más altos. Respiró hondo. Se paró un rato a observar las piruetas de una murga. Después de todo, pensó, tengo que seguir viviendo. Y esto, como tantas otras cosas, no durará para siempre.

fin

Historias Mínimas: Alejo


2-Alejo

A las nueve de la noche, rodeado de la oscuridad azul de ese atardecer sin luna y del perfecto silencio roto por el cu-cu de algún búho invisible, sintió de repente todo el cansancio del día, el dolor en la espalda media, la cabeza como de corcho, y los párpados muy pesados. Era la hora de dormir, aunque el fuego todavía estaba bien prendido, y los pequeños trozos de algarrobo chirriaban de vez en cuando quejándose, en la galería del rancho. –Helará esta noche, quizás. Sintió frío, y una suave brisa le trajo el murmullo perfumado de la jarilla. Se pasó la mano por el pelo un poco áspero por el polvo fino, casi impalpable del campo que había recorrido al trotecito nomás, sólo acompañado por los ladridos gozosos del Pinto, su perro negro.

El catre crujió cuando se acostó, se arropó bien con las sábanas de hilo amarillento que había heredado de su madre, y la manta gruesa, pesada y colorida que había tejido al telar la Lucía. -¿dónde andará la Lucía ahora?, pensó un poco triste mientras recomponía su recuerdo en la memoria excepcionalmente libre esta noche fría de los últimos días del otoño. El búho volvió a sentirse más cerca y familiar ahora. Acurrucándose en el recuerdo de Lucía, se fue durmiendo de a poco, acunado por la brisa que movía armónicamente los chañares e imaginando el polvo nocturno levitando por ahí.

Todavía no salía el sol, cuando el gallo del Eulogio cantó: era su despertador. No le gustaba darle cuerda al reloj que había comprado en la terminal, la última vez que había tenido que ir a San Rafael, porque lo sobresaltaba. Sí le gustaba arrebujarse en las frazadas calentitas un ratito más mientras escuchaba su pequeño latir, que, en esta hora sonaba muy imponente en el silencio del amanecer, cuando ni los benteveos se habían despertado todavía.

Saltó de la cama bruscamente, se puso la bombacha de ayer y las alpargatas azules, la camisa a cuadros que le había regalado su madre, que no había podido dejar de usar, porque era suavecita y servía todo el año. Claro que ahora hacía mucho frío, hasta que el sol calentara, así que necesitó el pañuelo infaltable para el cuello, y el saco de lana grueso, un poco gris, un poco estirado, pero todavía  abrigadito. Avivó el fuego en el  fogón y agregó otros  tronquitos, y puso la pava negra al fuego para que se calentara mientras salía al baño que estaba detrás de la casa, hacia el sur.

La brisa se había convertido en viento, y había cambiado de dirección, así que ahora no estaba tan frío como había creído, y seguramente se iba a poner caluroso a la siesta. El polvo volaba por sobre las jarillas, y el horizonte cercano del lago apenas se recortaba sobre las montañas lejanas, cubierto por la sutil cortina transparente hecha de polvo y pelusas voladoras. –Tendré que buscar a los chivos  y traerlos al corral antes que se ponga peor - pensó. Llamó al Pinto, porque le extrañó que no hubiera aparecido todavía. Silbó varias veces, pero nada.  Se quedó escuchando por sobre el fondo creado por el viento moviendo los arbustos y arrastrando las hojas, la tierra y las semillas. Nada. Sólo la algarabía de algunos pájaros marrones que no se acordaba como se llamaban, que pasaban en bandada de acá para allá, como jugando.

Entró al rancho, se preparó el mate y prendió la radio, a ver si decía algo del tiempo. Escuchó los  ofrecimientos laborales, la Telesita, y luego, el pronóstico del tiempo, después de una música solemne. Empeoraría, así que no le quedaba otra que buscar los chivos. Tomó dos o tres amargos y unas rodajas del pan casero que ya no estaba tan crujiente como ayer. -¡con esta sequía! Y volvió a salir. Prendió su parisienne de la mañana, con gran trabajo porque su encendedor ordinario ya casi no tenía piedra y no hacía chispa, y saboreó el acre humo antes de ensillar el tordillo. Y el Pinto no aparecía.

Fue un poco más rápido ahora, al galope corto, por la huella que subía hasta el segundo corral donde los animales pastaban mejor, y tenían mejor agua. Iba tranquilo, tarareando la zamba del Atahualpa que tanto le gustaba. Tranquilo, porque nada nuevo  podía sorprenderlo con su cancha para montar, cabalgar y arrear a los animales.  Alejo era un verdadero baqueano. Se sentía seguro en ese trabajo. Pero que no le dijeran que fuera al pueblo a hacer trámites: -¡Eso sí que le generaba angustia! Allá se sentía sapo de otro pozo, sentía las miradas sobre su ropa, sobre sus alpargatas, y eso que se ponía las mejores, las que no estaban bigotudas para salir, y sobre todo, se sentía raro con su sombrero negro, el que usaba desde que tenía diecisiete. Y ni qué decir de esperar en la sala de espera del abogado ése que estaba tramitando su escritura: hasta le daba por tartamudear cuando se encontraba frente a la secretaria rubia, de uñas largas pintadas rojas, perfumada y muy seria, que lo anunciaba al doctor y le decía que tenía que esperar.

Se encogió de hombros desechando esos recuerdos estúpidos que no sabía por qué irrumpían de repente en su atención distraída. Aspiró con fruición el aire todavía fresco de la mañana, y oloroso a polvo perfumado de tomillo  y menta. El viento soplaba con oleadas desparejas. Parecía que paraba, pero no, volvía a intervalos irregulares. Se fue acostumbrando a su compañía. Aunque tuvo que ajustarse el sombrero y el pañuelo que amenazaban con volarse en cualquier momento.  Antes de darse cuenta, el segundo corral estaba delante suyo. Era muy temprano todavía, así que se acercó al arroyo para hacer un fueguito y tomarse unos mates.  Se sentó en la piedra grande que le servía de asiento al lado del fuego, y esperó que la pava negrita y chiquita que llevaba cuando salía al campo, le calentara el agua del arroyo, pura y fría. Le gustaba juntar el agua de la pequeña corriente transparente que bajaba del cerro formando una alfombra verde oscura y muy acolchada en su recorrido. A lo lejos, los jotes revoloteaban sobre algún bicho muerto, siempre en círculos, subiendo y bajando, sin dejar las órbitas circulares hasta que bajaban a la presa, y cuando lo hacían formaban una fúnebre algarabía contrastante con el majestuoso silencio del paisaje montañoso y árido.

Se entretuvo mirando las coreografías espontáneas de las hojas llevadas por el viento, las trayectorias de los jotes, algún cóndor que aparecía una vez por sobre los picos más altos, y desaparecía por un buen rato, y su respiración concentrada para no dar lugar a pensamientos inconvenientes.
Así como las cenizas del Descabezado estaban sepultadas a un metro, así su pasado debía sepultarse con las acciones de cada día, para disfrutar de su solitaria vida tranquila. Con  pachorra campesina y prolija, limpió el mate, tiró el agua que sobró, y apagó cuidadosamente las brasas, todavía  prendidas. Después, con la sabia parsimonia lograda por la repetición del trabajo, y la corrección de tantos errores, montó a Tornasol, y abrió el corral guiando a los chivos al otro corral cerca del rancho. Con sus pequeños gritos controlados, fue llevando a los chivos por la huella. Ni uno se le fue del montón. Entre todos formaban un extraño coro al principio, pero enseguida Alejo se acostumbraba a su familiar compañía.

Cuando llegó de vuelta, el Pinto lo recibió ladrando y moviendo la cola, contento de ver a su dueño. Una vez que encerró los animales en el corral, de piedra caliza gris, sin argamasa, como los hacían los antiguos habitantes, cerró la tranquera y se aseguró que tuvieran agua suficiente. Guardó a Tornasol bajo el techo de paja, lo lavó, alimentó y habló con él, su más fiel acompañante,  y cuando terminó, ya podía descansar del trajín. Alimentó a Pinto y pensó que sería una buena idea hacerse un asadito en el fogón, porque todavía  no había parado el viento, aunque podía comerlo en la galería, así escuchaba todo el susurro compañero de la noche del puesto que desde hacía veinticinco años, ocupaba.





Historias Mínimas: Julián




1-Julián

Cuando sonó la sirena de salida de la fábrica, a pesar que la había estado esperando, se sobresaltó. Ensimismado en sus propios pensamientos, no había notado qué rápido había corrido el tiempo. Como todos los días lo hacía, recorrió los cincuenta y tres pasos hasta el vestuario, dejó su overol, tomó su vieja mochila samsonite, testigo de mejores tiempos, se lavó las manos con contenida obsesión, se miró de reojo al espejo, y, mecánicamente se arregló un poco el pelo negro, grueso y desobediente. No le gustó el rictus de su boca, con los labios un poco partidos por el frío, pero se encogió de hombros y el soliloquio de todos los días volvió a empezar, ahora que su atención no estaba reclamada por el trabajo, que aunque monótono, el miedo a tener un accidente, lo hacía muy cuidadoso.

Cruzó los portones de hierro y malla de alambre,  y salió a la libertad húmeda de la calle de adoquines que seguía, en su fluido recorrido, al río. El río corría como  ayer, sin cambios a pesar de la tormenta de esta mañana. Tranquilo, formando apenas unas ondas al pasar los vapores o las lanchas, que no eran muchas a esa hora, de color entre gris y tierra, y con un sordo murmullo acallado por el  lejano batifondo del tránsito. No había mucha gente a esa hora. El cielo estaba todavía un poco nublado, y el sol se divertía formando líneas de colores vivaces en el horizonte irregular formado por las siluetas de edificios desdibujados y el follaje oscurecido de los árboles. Entre medio del conjunto de ruidos, se abrió paso una campana de alguna de las muchas iglesias que se encontraban cerca de la fábrica.

Julián suspiró. Sacó un gitanes  de su bolsillo interior, y le costó prenderlo con su encendedor ronson antiguo, pero que todavía funcionaba, ya que se había  levantado un vientito bastante fuerte. Aspiró el humo con placer, cuando se dio cuenta que, de pronto, se encontraba en una pausa de silencio. Solo el leve transcurrir del agua, y sus pasos que se escuchaban fuertemente en el vacío. Casi pudo escuchar su corazón, y la corriente furiosa de su sangre en las venas. Pensó en que, sin proponérselo, había parado de pensar por un momento. -¡si pudiera hacer que este descanso se prolongara tanto hasta que volvieran sus fuerzas!

Pero su deseo no se cumplió: Nítida, como una fotografía de gran nivel de resolución, apareció el rostro de Claudia proyectada en la pantalla que su cerebro armaba cuidadosamente. ¡Claudia! -¡Otra vez! Es que nunca, nunca, pensó, nunca me va a dejar su recuerdo vivir tranquilo. Claudia, su pelo rubio  y largo, apenas ondeado, como despeinado, sus grandes ojos oscuros, su boca fina y de contornos tan marcados. Y después crecía y se acomodaba en su pequeña o infinita pantalla: Claudia riendo, bailando, tomándole el pelo con su aquelarre de amigas estúpidas y sonrientes, frívolas y despreciativas. Claudia.

Un remolino repentino de hojitas de cedro se voló formando espirales delante suyo, llenándole los ojos de polvo. Aprovechó para llorar un poco. Pero luego lo pensó mejor, y se dijo a sí mismo que no podía ser tan maricón, ser tan pelotudo que no pudiera olvidar a una mina. -¡Qué carajo! Tengo que poder superarlo, tengo que buscar otras minitas. Hay tantas por ahí buscando algo, y yo suspirando como un romántico por alguien que no lo merece. Tanto esfuerzo por mostrarle tantas cosas importantes y valiosas, por enseñarle de a poco, mi experiencia novel como cocinero buscando siempre nuevos sabores, ampliando su mundo sensible, apoyándola para que se superara a sí misma en su carrera. Claudia. -¡Ojalá me olvidara de su nombre para siempre!

-¿Y ahora? -¿Cómo sigue la novela de mi vida? Las luces de los antiguos faroles se prendieron todas juntas, salvo la de la esquina, que hacía como dos semanas que estaba quemada. “No estoy segura de mis sentimientos, mejor nos damos un tiempo” -¿Tiempo para qué? “Porque yo estuve con alguien antes de vos, sabés, y ahora ha aparecido de nuevo y estoy confundida” -¡Qué te parece! La señorita está confundida. Y yo como un reverendo imbécil esperando unas migas. Capaz que estuvo conmigo porque estaba aburrida. Para pasar el rato. Y yo el mismo inocente estúpido que juego todo a una ficha sin  desconfiar ni un poquito. Y  aposté como un gil: todo mi capital, me rendí incondicional a su seducción mujeril. La verdad que ellas hacen lo que quieren con tipos como yo: lo que quieren. Nos dan un poquito de soga y ya creemos que somos dueños del universo, nos creemos que tenemos el anillo mágico que nos va a hacer felices para siempre, teniendo la mujer en casa, y nosotros, los hombres, ocupándonos del trabajo y las preocupaciones.

-¿Ya lo pensé? -¿Soy un gil?. De pronto, un perro corriendo por el puente, con un niño atrás, casi lo atropellan, sacándolo de sus disquisiciones. Primero se enojó, casi les grita, pero recuperando el equilibrio, se los quedó mirando mientras desaparecieron doblando la esquina. Pensó en su niñez, cuando todo estaba por hacerse. Cuando todo era posible. Ahora  no todo era posible. Ahora se habían reducido las oportunidades. Sintió frío y se cerró el saco de tweed antiguo, que antes hasta era abrigado. –Me tendría que comprar una campera livianita y abrigada, eso tendría que hacer. El viento le voló el sombrero que siempre llevaba puesto al salir de la fábrica y al recogerlo se dio cuenta que estaba todo despeluchado  y un poco viejo: ya era hora de jubilarlo y buscar otro. Al doblar y tomar el puente para llegar a la parada del colectivo, un viento frío lo terminó de volver a la realidad. Mientras cruzaba el puente, mirando fijamente el río, entre sus reflejos, apareció el rostro de Claudia, que se fue extendiendo suavemente en el agua, hasta que se convirtió en una estela de pequeña espuma.

El bus apareció con sus luces, sus fotos de publicidad coloridas y brillantes, y su chingui- chingui musical en su interior. Estaba lleno de gente amontonada, pero su recorrido era largo y se fue quedando más cómodo una vez que el colectivo chirriaba para frenar en las paradas, y en cada una dejaba dos o tres pasajeros. Mientras se entretenía mirando al infinito por la ventanilla, el rostro de Luciana, tan fresco e inocente, se le reveló sin querer en su memoria. Luciana atendiéndolo amablemente en el café, Luciana ofreciéndole pastel de limón, Luciana tratando de conversar con él a pesar de su reticencia. Luciana arreglada, demasiado para ser una mesera, como Amelie, pensó sin saber por qué. -¿Ves? Se dijo a sí mismo. Uno no se enamora de una Luciana, que lo ve a uno mejor de lo que es. No señor. Uno es un gil que se enamora de una Claudia que tiene pajaritos en la cabeza, y se siente Pigmalión tratando de hacer una dama profunda  de ella.

El bus se tambaleó un poco antes de parar en la esquina de su departamento. Se bajó un poco mareado, pero con alivio se dio cuenta que estaba cansado, y si estaba cansado, podría dormir. Pensó en el agua de la ducha, tan fuerte, corriendo por su espalda cansada, Aretha Franklin mientras tanto le cantaría sus canciones soul  que lo ayudarían a relajarse para descansar y poder, mañana, comenzar otro nuevo, otro igual, otro día como este, pero mejor. Se levantaría temprano, iría hasta el café de la paz,  escucharía  la melancólica música de bandoneón, y tomaría un café que le serviría Luciana,  Y tal vez…….

Fin